El pasado 10 de octubre conocimos el fallo del Nobel de Economía, este año repartido entre tres aunque eclipsado por el mediático Ben Bernanke. Los otros dos galardonados son Douglas Diamond y Philip Dybvig, que como el antiguo presidente de la Reserva Federal, se les ha visto reconocidas sus contribuciones en el campo de las crisis financieras y bancarias. Estos dos últimos, de la Universidad de Chicago y Yale respectivamente, son autores de un modelito, el “Diamond-Dybvig model”, que estudia la intensidad de los pánicos bancarios, básicamente, como una función del grado de iliquidez de los activos (créditos hipotecarios, entre otros), y liquidez de los pasivos. Algo que tiene poco misterio si uno entiende la estructura con la que opera la banca. Desde principios del siglo XIX, –y en gran parte debido al debate mal resuelto entorno a la Ley de Peel de 1826 en el Parlamento Británico–, que se consolidó el sistema de una banca que podía acumular en su balance activos (préstamos) a muy largo plazo (principalemente hipotecas, pero en el caso de la banca de inversión préstamos de todo tipo y perfil de riesgo), financiados con pasivos a muy corto plazo (cuentas corrientes y depósitos a la vista). El sentido común ya nos dice que esta manera de funcionar no ha de ser muy práctica; no al menos desde el punto de vista de la estabilidad del conjunto del sistema; para banqueros y gobiernos es un sistema que lleva operando un siglo (incluso más) operando razonablemente bien sobretodo desde que los Bancos Centrales empezaron a cubrir esta diferencia cuando ocurría cualquier tipo de crisis o pánico actuando como prestamistas de última instancia. Si ha este elemento de fragilidad estructural, añadimos la existencia de un dinero fiduciario (creado de la nada), lo que posibilita expandir la masa monetaria (inflación) –y por lo tanto también, el balance de los bancos, para “estimular” la demanda–, sin prácticamente ningún límite, la existencia de crisis financieras y bancarias (no suele haber la una sin la otra) recurrentes deja de ser un misterio.
Volviendo a Bernanke, lo cierto es que sus contribuciones académicas son muy discretas. Su obra se ha centrado en el estudio de la crisis de 1929 y el papel de la Reserva Federal antes y después de la misma. Se trata de una obra muy superficial e incompleta, lejos de los estándares de académicos como Meltzer, Rothbard, o Fisher, autor de la interesante teoría deflación de la deuda, escrita después de arruinase con el crac del 29 y que sucedía unas pocas semanas después de su célebre presagio de que “las acciones habían alcanzado una planicie de la que no caerían nunca”. El propio Friedman (obra de la que en teoría quiere beber la de Bernanke), o los menos académicos, aunque más interesantes de leer, como Greenspan (que en su libro Capitalism in America explica la crisis de forma muy certera), o Galbraith, con un libro clásico centrado en la parte más psicológica de la crisis, acaban siendo obras con un contenido teórico mucho más sólido y riguroso que los trabajos del hoy Nobel.
El gran error en el estudio de Bernanke es no entender el papel determinante de la expansión monetaria orquestada por la Fed antes del crac del 29, y que sería clave en la gestación de la burbuja en el mercado de valores. El relativamente recién creado banco central de EE UU (el tercero de su historia), por asistir a una libra sobrevalorada debido a la torpeza de Churchill a la hora de fijar el tipo de cambio de la libra con el oro en 1925 –donde prevaleció los sueños de grandeza del imperio y no la muy debilitada realidad económica tras la Primera Guerra Mundial–, incrementó la masa monetaria en un intento por devaluar la divisa nacional con respecto la libra. Durante todo el ciclo 1927-32, la Fed actuó de forma pro-cíclica, con el pie cambiado: expandiendo la oferta monetaria en los momentos de mayor euforia, para luego contraer la liquidez una vez reventada la burbuja, lo que forzaría liquidaciones innecesarias (de partes sanas de la economía), al dejar a los bancos privados sin recursos y que tuvo un efecto contagio para todo el sistema, en un momento ya de muchísimo estrés. Hasta Hayek preguntado por este episodio en concreto, defendió una postura de facilitar la liquidez en entornos de pánico bancario como mal menor al colapso total del sistema de pagos y destrucción innecesaria de capital.
Bernanke, como muchos otros economistas neoclásicos, no sabe describir de forma correcta el funcionamiento de un sistema patrón oro, confundiendo fallos de arquitectura, con errores de política monetaria, un elemento central en obras de otros conocidos divulgadores de episodio como Barry Eichengreen (Hall of Mirrors) o Liaquat Ahamed (Los señores de las finanzas), e incluso del propio Keynes (que tampoco nunca entendió el sistema de patrón oro, ni lo quiso entender). Bernanke acaba culpando al sistema de lo que fueron problemas de gestión. Por último, Bernanke infravalora los lesivos efectos de la inflación monetaria (es decir, el incremento masa monetaria por encima crecimiento real de la economía) sobre la estructura de capital, resultado de las distorsiones que esta expansión artificial del crédito tiene sobre los agentes económicos, dando lugar a las conocidas burbujas. En otras palabras, Bernanke sabe cómo “salvar la bola de partido” cuando el sistema esta abocado en el precipicio, pero desconoce las complejas dinámicas que hacen que se llegue a este punto, y tampoco sabe qué hacer después.
Estas importantes grietas en la teoría se harían notar luego en su desempeño como Presidente de la Reserva Federal en el complejo periodo 2006-14, y tras haber servido en su máximo órgano de gobierno desde 2002. Bernanke no supo advertir los riesgos que se estaban acumulando en el sistema financiero debido a los excesos de liquidez. Los tipos de interés se situaron en un rango agresivamente bajo, y permanecieron allí casi un año y medio; lejos de lo que aconsejaba la regla de Taylor, definida por el economista John B Taylor (que, por cierto, no tiene ningún Nobel). Durante aquellos años, se acuñó la expresión “gran moderación” para referirse a la atenuación de la volatilidad en el sistema y que era una prueba de los avances de la política monetaria moderna. Una realidad únicamente aparente, corregida por estos excesos de liquidez que durante esos años ocultaron los riesgos de insolvencia como quién limpia la casa guardando el polvo bajo la alfombra. Unos excesos, que como sabemos se canalizaron hacía el mercado inmobiliario lo que combinado con nuevas técnicas de titulización, que permitían sacar los riesgos fuera de balance para luego distribuirlos por medio mundo, y cierta mala praxis bancaria (en parte alimentada por la presión en los márgenes de la banca de unos tipos reales excesivamente ajustados), acabó generando una enorme burbuja inmobiliaria y financiera que casi se lleva el sistema por delante y cuyo coste fue el destrozo de la solvencia cuentas públicas en la mayoría de países occidentales para al menos dos generaciones.
Estos fallos en la supervisión durante aquellos años, se hubieran podido evitar de haber contado el instituto emisor con personas con mayor solidez teórica. Desde principios de 2005, habían surgido voces alertando sobre los excesos en el sector financiero y de la vivienda alimentados por la facilidad de crédito. Pero en una fiesta nadie quiere ser el que apaga la luz y se lleva el ponche; justamente el papel del buen banquero central. Bernanke fue de los últimos en enterarse de la crisis. En mayo de 2007, cuando el mercado de hipotecas subprime ya hacia aguas, Bernanke señalaba en una intervención pública: “los problemas en el mercado hipotecario no van a tener un impacto significativo sobre la economía.” Una versión moderna de los presagios de Fisher antes del crac del 29. Una profecía que desvela el gran nivel de descontrol y de falta de realidad que tenía el máximo responsable de la Fed sobre los mercados financieros que se suponía debía controlar y supervisar.
A partir de aquí, la historia es más conocida, en parte porque el propio Bernanke se ha encargado de publicitarla en unas vistosas memorias: El valor de actuar. En suma, una muy detallada (y aburrida de leer) justificación de los rescates. Un texto sin un gramo de autocrítica, como sí sucede, por ejemplo, con las memorias de Mervyn King, El fin de la alquimia, que además se atreve a cuestionar algunos de los fundamentos de la banca central, o del propio Greenspan, que desde que abandonó la Fed ha ido (a su manera) reconociendo errores (sobretodo en su segundo libro de memorias, menos conocido que The Age of Turbulence, The Map and the Territory). Bernanke se puso las medallas, que compartió convenientemente con Bush II, Obama, y Paulson, con respecto a las medidas tomadas después de la crisis, sin reconocer que el “bail-out” fue necesario porqué la Fed, principalmente, fallo con su política monetaria y en sus tareas de supervisión, en gran parte por apoyarse en una teoría superficial e incompleta. Unas teorías desestimadas dolorosamente por la realidad de los hechos; premiadas pomposamente por la academia Sueca. Para la reflexión.
Hola Goky ! :) Gracias por tu comentario. La verdad es que el Nobel a Bernanke cae por si propio peso. La mejor historia monetaria que hay es la de Meltzer, History of the Federal Reserve en dos volúmenes. La perspectiva social es un tema clave. Desde un punto de vista profundo me viene a la mente The Ethics of Money Production de G Hülsmann... libro delicioso. Un abrazo!
Gracias Luis por este maravilloso artículo. Una vez más, destapando el mito y la historia oficial