#8: Ague, inflación y declive del Imperio Romano
Breve historia de la inflación y crisis financieras
La caída de los imperios es una rama de la historia fascinante. Entender porqué importantes poderes políticos cayeron en el olvido, ha sido simpre una rica fuente de la que brotan claves que pueden ayudar a entender el presente. No existen leyes históricas determinantes del destino, como sostiene el pensamiento marxista, pero la inmutabilidad de la condición humana sí confirma aquello de Twain de que la historia nunca se repite, pero rima. Uno de los episodios más ilustrativos (que funciona como un “modelo mental”, en feliz expresión de Charlie Munger) a este respecto es sin duda la caída de Roma.
La caída del Imperio Romano sigue rodeada de muchas confusiones. De entrada, más que hablar de un derrumbe, como tradicionalmente se refirió Gibbon y otros historiadores clasicistas, más bien fue una disolución; una metamorfosis paulatina de un régimen, otrora guerrero, que se dejó dividir y tomar por partes donde antes había sido capaz de mantener su integridad. No se trató de una crisis rápida que dio lugar a un escenario nuevo en el sentido de que el reparto de fuerzas globales (status quo) cambia, como sí ocurre con la crisis de España en el XVI, o el cambio de guardia entre el Reino Unido y EE UU en el siglo XX, sino más bien de un deterioro y una sustitución de un poder fuerte y grande, por otros de locales y, generalmente, más débiles. Gibbon sí sentó una de las tesis centrales que caracterizan cualquier declive: las invasiones desde fuera solo son posibles si antes hay desorden interno. Otro elemento central, y como sucede con cualquier proceso histórico, es que se trata de un fenómeno complejo y que obedece a multitud de causas.
Para estudiar la caída, relativa o absoluta, de un imperio antes se debe haber producido un auge. Este crecimiento se mide típicamente por un incremento en las rentas, lo que significa un incremento de la capacidad de consumo, tanto privado como público; una mejora en el consumo es lo que determina también el crecimiento en el bienestar general de la población. Algo en lo que, de nuevo, entran en juego muchos elementos y teorías. Para los historicistas, la clave suele estar en aspectos físicos y geográficos, como la dotación relativa de recursos; pero lo cierto es que los elementos intangibles sisempre pesan más: como por ejemplo la existencia de una base ética y unos valores que favorezcan la acumulación de capital, el comercio y, por extensión, el crecimiento de la productividad y la creación de riqueza (porqué sino Finlandia iba a ser rica y Venezuela pobre). En el caso de Roma su auge (y que luego marcará también su deterioro) se debió a la existencia de un Estado más sofisticado e inclusivo que el de sus rivales.
El mediterráneo antiguo estaba plagado de “ciudades-estado”; pequeñas comunidades autónomas de todo tipo. Al margen del río Tíber, estaba Roma, en el centro de Italia, que llegaría a dominar todo el Mediterráneo durante casi un milenio. Roma era una sociedad agraria (no muy rica), donde la fuente principal de riqueza provenía de las tierras que poseían. La unidad más básica y fuerte en las sociedad romana era la familia, gobernada por el paterfamilias y la base desde donde nace el Estado romano. Los romanos tuvieron un sentido muy práctico de la política: no eran filósofos como los griegos (de quiénes adoptaron y protegieron su cultura), ni tampoco grandes comerciantes como los fenicios. Sin embargo, sí supieron construir un Estado eficiente, que hoy llamaríamos “inclusivo”, y fueron altamente capaces en la administración del mismo (al menos durante casi siete siglos). Hablamos de estado inclusivo en el sentido en el que los patricios, o clases nobles, hicieron concesiones a los plebeyos favoreciendo un orden político más justo y predecible.
Los plebeyos (el pueblo), tenían la demanda histórica de que las leyes fueran puestas por escrito para limitar su interpretación y el arbitrio de los poderosos. Por otro lado, había el reclamo de que estas leyes las aplicase un cuerpo independiente, diferente al de los patricios. Esto dió lugar a los tribunos, encargados básicamente de controlar la hacienda pública y cobrar los impuestos que determinase la ley. Una proto separación de poderes. Esta modernidad política, sumada a la eficacia de sus instituciones jurídicas, fue el motor de su crecimiento posterior –basada en una expansión por agregación (y que algunos nos suena de los cómics de Astérix y Obélix)–, y que con el tiempo dió lugar a uno de los Imperios más influyentes de la historia mundial. El zénit de Roma, y que por lo tanto marca el inicio de su declive, hay que situarlo en la época de los Antoninos: la Edad de Oro de Roma, uno de esos rarísimos periodos de paz en la historia de la humanidad y que coincide, no de casualidad, con una fase de gran estabilidad monetaria.
Durante esta fase de esplendor, Roma supo invertir con inteligencia sus recursos en el desarrollo de una red de infraestructuras que facilitaron el comercio, favoreciendo una primera gran ola de especialización y comercio dentro y fuera de las fronteras del Imperio. A la red de infraestructuras, se sumo el elemento fundamental de la existencia de un fuerte espíritu empresarial que no se vio coartado por fuerzas políticas. Todo lo anterior favoreció un fuerte impulso en las rentas y del que tenemos buena documentación: el nivel de las ciudades se elevó como nunca, lo que permitió crear los primeros sistemas de alcantarillado y saneamiento urbano, que a su vez tuvieron un impacto exponencial sobre la salud de las personas, termas y escuelas públicas, y un refinado estilo de vida del que ha dado buena cuenta la literatura y filosofía de la época.
Deterioro y disolución
Los primeros síntomas de agotamiento podemos situarlos en el siglo II donde confluyen dos fenómenos. Por un lado, dejan de fluir flujos de capital (dinero) de las zonas conquistadasm que en el pasado habían alimentado las arcas romanas; y, por otro lado, la economía entran en una fase de cierto estancamiento económico, en parte por la propia dinámica cíclica de la actividad empresarial. Estos flujos de capital, y como también le pasará a España tras el descubrimiento de América, eran flujos monetarios, que no riqueza, lo que tuvo unos efectos distorsionadores en el tamaño del estado (y estructura de capital de la economía romana), pero no sobre la productividad de la economía, generalmente una economía agrícola y pobre. La mayor parte del tiempo, estos dineros acaban en Oriente, debido a las opulentas compras de seda y especias de Roma. Es decir, en Roma entró dinero, un dinero que hacía subir los ingresos del Estado y los precios, que causaba inflación, pero que no sirvió para modernizar la economía y mejorar la productividad, algo que exigía una sofisticación institucional y de mercados, que no llegaría hasta mucho después.
Cuando la expansión del Imperio se estabiliza, y estos ingresos menguan, el consumo público se descubrió demasiado elevado en relación a los ingresos y apareció el déficit fiscal (tan antiguo como los propios Estados). Aquí llegamos a otra de esas lecciones no aprendidas de la historia: en toda tragedia humana (guerras y revoluciones incluídas) siempre empiezan con un déficit público que tiene que pagarse con más impuestos o inflación. Un déficit que siempre tiene dos elementos comunes: la falta de incentivos que existe a la hora de gestionar un dinero que no es tuyo (bien estudiado por la Escuela de la Función Pública de Buchanan y cía.); y, por otro lado, la incapacidad de un estado en reformarse así mismo. Élites extractivas, también, tan antiguas como el propio Estado, más preocupadas de no perder el sillón, su paga y sus prebendas, que de servir bien y con cabeza el bien común.
Incurrir en déficit, supone romper el equilibrio entre lo que se produce y lo que se consume (que determina, como decíamos antes, nuestro nivel de bienestar; de ahí las resistencias ha realizar un ajuste). En este caso, la renta producida por la economía productiva del imperio (básicamente en provinciaas), era insuficiente para cubrir las necesidades del presupuesto estatal. Ni siquiera cuando los emperadores fueron añadiendo nuevos impuestos para compensar la diferencia; al revés esto únicamente sirvió para limitar aún más la poca capacidad de reinversión de los agrícultores, ganaderos y comerciantes, que veían cada vez más ahogadas sus posibilidades económicas. Donde no llegaron las subidas de impuestos, se experimentó con perniciosas políticas de precios e inflación monetaria. Es en este punto cuando típicamente un imperiro cruza su Rubición (nunca mejor dicho). Unas políticas que solo contribuyeron a erosionar aún más la estructura de capital, descapitalizando a las personas más capaces de crear riqueza y que se acababa traduciendo en un mayor déficit; por lo tanto en una mayor presión a subir impuestos, regular precios y tirar de inflación, generando la pendiente hacia un barrizal de cada vez más difícil salida.
El sentido común y el autodominio no son virtudes frecuentes en la historia. Roma había tenido una suerte excepcional disfrutando en su apogeo con líderes como Augusto, Vespasiano, Trajano, Adriano, Antonino Pío (quizás el mejor de todos ellos) y Marco Aurelio, el último gran emperador (hispano como Trajano y Adriano). Sin embargo, partir de entonces la cosa se deterioro mucho y los periodos de intento reformista fueron episódicos y débiles. En pocos años, los gastos en defensa y burocracia absorbían prácticamente la totalidad del presupuesto, obligando a los emperadores a mantener unos impuestos cada vez más onerosos y a tirar de inflación –entonces devaluación física (recorte) de la moneda– simplemente para salvar los muebles. Esta combinación de gasto, presión fiscal e inflación, acabó por empobrecer la economía romana, primero, con el consiguiente deterioro político que vino después.
Cualquier proceso de declive económico esta estrechamente ligado con la falta de reformas. Implica rigidez en la manera de hacer las cosas, muchas veces orgullo, combinado con falta de imaginación, parálisis política y, finalmente, miopía en la defensa de intereses creados que funcionan como un mecanismo irrompible. Una vez bloqueado el cambio, solo queda un lento deterioro, la fragmentación, el colapso y la disolución, según las fuerzas relativas en liza.
Balanza comercial y proteccionismo
Los imperios no existen en el vacío, su prosperidad y tecnología acaba irradiando hacia los vecinos; haciéndolos fuertes, lo que, con el tiempo, pueden convertirlos en amenaza. Hoy Estados Unidos lo experimenta en su compleja relación con China, para los romanos fueron las tribus germánicas del norte, las africanas del sur, los persas; todas sociedades más pobres y, sobretodo, menos organizadas que los romanos, pero que durante los primeros siglos de nuestra era empezaron a cobrar importancia relativa. Cuando el imperio se encontraba ya en sus primeros compases de agotamiento, empezó a preocupar que la libertad de comercio con el exterior no sirviera para fortalecer a los enemigos de Roma lo que favoreció un incremento de las políticas proteccionistas, que históricamente son un buen termómetro para medir la fortaleza y confianza en sí mismo de un imperio.
La balanza comercial, igual que hoy, determina la evolución en las reservas monetarias del país. Como los artículos que se importaban se pagaban generalmente en oro, el desgaste de la economía doméstica, que favoreció un menor volumen relativo exportador, sumado al mantenimiento del gasto, favoreció un nivel de importaciones que necesariamente implicó el drenaje de los recursos áureos del Imperio, lo que añadió más presión inflacionistas en el sistema monetario que fue degradándose poco a poco.
Colapso del sistema monetario romano 280 a.C — 518 d.C (gramos de plata)
Fuente: Amstrong 1995.
Las cifras acerca del volumen de este drenaje son imprecisas, pero por las crónicas de Plinio estas podrían haber llegado a suponer 100 millones de sestercios al año, unas 15.000 libras de oro.[1] Una cifra que suponía cerca del 2,5% del presupuesto del Estado Romano que por la crónica de Seutonio ascendía a unos 4.000 millones de sestercios, en un momento en donde el Imperio se estima contaba con 50–60 millones de habitantes con una renta estimada en 40.000 millones de sestercios. Este impacto relativo, pone de manifiesto que la salida de reservas de oro por sí solas no fueron un elemento que pudiera desestabilizar el sistema monetario, pero sí acentuaba una perversa dinámica interna de gasto que ya no se financiaba con influjos de capital provenientes del comercio o de las conquistas.
Una conclusión: la importancia de las ideas
El análisis marxista (predominante todavía hoy en el ámbito académico), esta orientado a la búsqueda de “leyes históricas” y teorías generales (sic), lo que se traduce en una confusión casi sistemática entre síntomas y causas, dejando a un lado el papel fundamental de las ideas. Sin embargo no puede entenderse el estancamiento y derrumbe de Roma sin la negativa influencia que tuvo el cristianismo primitivo y su aviesa y negativa temprana interpretación de la realidad económica. Un tema que ha explicado de forma magistral el historiador y experto Peter Brown en su monumental obra Por el ojo de una aguja, una referencia obligada para cualquiera que quiera aproximar este fenómeno. Resumiendo mucho, Roma pasó de ser una sociedad prosaica, en feliz distinción del maestro Antonio Escohotado, una “versión beta” de lo que luego Popper llamaría sociedad abierta, dominada por comerciantes; a una sublime, o sociedad dominada por intelectuales (ya fueran religiosos o laicos).
La economista Dierdre McCloskey, liberal clásica como Escohotado, ahonda en este punto en su trilogía Las virtudes burguesas señalando como, sí bien Roma fue capaz de construir una sociedad altamente sofisticada desde el punto de vista material, en parte por cierta tolerancia a la idea de beneficio, ésta nunca se democratizo entre todas las capas de la población lo que limitó su eclosión. Únicamente a partir del siglo XV, la idea de propiedad y beneficio, de igualdad y dignidad, se hizo extensiva para todos, no solo para unos pocos patricios, lo que permitió una verdadera revolución de la riqueza, mientras que Roma la prosperidad material se debió simplemente a un Estado altamente eficiente capaz de cometer un latrocinio organizado. Saqueado todo lo que se podía saquear, el corpus real de la civilización romana, con sus grandes avances, quedaba al descubierto en todas sus miserias y limitaciones.
utores como Cipolla o Aurelio Bernardi (otras dos referencias obligadas sobre el tema), han la falta de hambre como elemento biológico presente en cualquier declive, también en Roma: un estado que duró prácticamente mil años, pero para el que llegó un momento en el que se quedo sin gasolina para seguir evolucionando y creciendo, de la misma forma que la cuarta generación en una familia de empresarios no tiene el mismo empuje que el fundador. En el caso de Roma, esto fue acompañado de una fuerte dilución en la idea de bien común, de ciudadanía compartida que durante siglos había mantenido unido un imperio altamente diverso, extenso y cosmopolita. Roma destacó, hasta justamente su recta final, por su tolerancia religiosa en contraposición a sociedades más cerradas y uniformes.
A lo largo del siglo IV y V, el imperio finalmente se va desgajando físicamente a mediada de que godos, visigodos, persas, o burgondinos se van afianzando ámbitos locales de poder, como clanes mafiosos repartiéndose los barrios de una ciudad, sentaron las bases de la época que vino después. Entonces el Estado romano se encontraba al borde de la ruina y que favoreció su disolución como un terrón de azúcar en una taza de café.
[1] 100 millones de sestercios equivalía a 25 millones de denarios (1 denario = 4 sestercios); lo que era equivalente a 1 millón de áureos (1 áureo 25 denarios); que equivalía a 7 millones de gramos de oro en tanto en cuanto sabemos que en tiempos de Nerón 1 áureo eran aproximadamente 7 gramos de oro. Estas son las equivalencias en las crónicas de Plinio, que se corresponden con las de Dion Casio.
Gracias Luis por compartir , excelente post . Algún día me gustaría tu reseña sobre historia económica mundial de Francisco comin comin . Se que harías una anatomía del libro . Slds