De las muchas etiquetas que encontramos en Wall Street, la más importante es la que distingue inversores y especuladores. No se trata una distinción entre “buenos” y “malos”; tampoco supone un corte limpio entre ambas categorías (que pueden llegar a ser muy difusas), pero sí se establece una diferencia fundamental que ayuda en la comprensión de los siempre complejos mercados financieros.
Invertir -en su acepción más simple- es comprar un activo financiero por debajo de su valor (o valor intrínseco si nos ponemos académicos). Tan secillo como esto. Invertir supone abordar los mercados financieros (o de capitales) a partir de los fundamentales de los activos subyacentes en los que se invierte lo que nos lleva a la idea de valor.
El valor de un activo financiero (el que sea) es la suma a valor presente de todos los flujos de caja futuros, ya sea un cupón fijo o la parte proporcional de unos beneficios inciertos. Es un ejercicio estimativo porque se realiza siempre en un entorno de incertidumbre y, por tanto, sujeto a error. Mencionaba específicamente el caso del cupón fijo porque es importante no confundir renta fija con rentabilidad conocida: uno puede saber ex ante la promesa de pago de un título financiero (de un bono), pero esto no es condición suficiente para determinar la rentabilidad futura que dependerá de la evolución del atractivo de esta promesa pago en relación a los cambios que se den en el entorno y de si este cupón, finalmente, permite lograr un retorno adecuado a nuestros objetivos y riesgo asumido (p. ej. batir la inflación del periodo).
El cálculo del valor intrínseco requiere de estimar una tasa de descuento que refleje el coste de capital del activo en cuestión: cuánto más elevado el perfil de riesgo (subjetivo; referente a la menor predecibilidad de los flujos de caja futuros) de la inversión, mayor la tasa de descuento. Esta tasa de descuento se puede aproximar de distintas maneras, y al final tiene que recoger la rentabilidad que exigimos a nuestra inversión en relación al riesgo asumido y resto de alternativas; y que podemos descomponer en dos sumandos: la tasa libre de riesgo (risk free rate), y la prima de riesgo. En un entorno de activos de capital privado, con activos menos líquidos, este mayor riesgo de liquidez también se debería de traducir en una tasa de descuento mayor. El oficio de invertir consiste, básicamente, en saber seleccionar activos que presenten un mejor binomio calidad (solidez/predictibilidad flujos de caja futuros) en relación al atractivo de la valoración.
Existen tantos valores intrínsecos como inversores, cada uno armado con una visión personal de la calidad, estimación flujos de caja, perfil de riesgo del activo, entre otros factores. Incluso se puede dar el caso de que pese a que dos inversores tengan una valoración similar, la ponderación en la cartera o el precio que se este dispuesto a pagar sea distinto, si en ambos casos se invierte con un márgenes de seguridad (diferencia entre valor y precio) distinto.
Si valoraciones hay muchas, precio solo hay uno. Como en cualquier intercambio económico, este tiene que ser inferior al valor que estimamos obtener: cuando compramos algo, una chaqueta por ejemplo, es porque juzgamos (apreciación subjetiva) que lo que vamos adquirir (la chaqueta) nos es más valiosa (los economistas neoclásicos hablan de utilidad) del dinero que pagaremos por ella. Los mercados financieros no son ninguna excepción. De ahí la conocida frase de Warren Buffett: “price is what you pay, value is what you get”.
Cuando especulamos, practicamos un deporte totalmente distinto. Aquí la atención no se dirige tanto hacia la evolución (predecible) de ços fundamentales a largo plazo, sino hacia las oscilaciones en los precios a corto. Especulamos también cuando no hay valor intrínseco; bien porque es difícil o imposible de estimar, y donde es más relevante el “valor transaccional” (este es también el caso del oro y otras materias primas). Especulamos en la medida en que el retorno no se apoya en el pilar “predecible” de los mercados (concretaremos en una próxima entrada en qué consiste esta parte “predecible” de la inversión), sino en elementos en los que no tenemos ningún control -lo que no implica que no se cuente con una buena lógica-, de manera que rentabilidad no descansa tanto en la mejora fundamentales (crecimiento beneficios futuros); por lo tanto en el periodo de tenencia del activo, sino en nuestro acierto a la hora de comprar y vender (market timing).
Ulises y la comadreja
De las muchas introducciones a los mercados que hay disponibles, Ulises y la comadreja Georg von Wallwitz (Acantilado) es una de los mejores con diferencia. Se trata de un texto de grandes virtudes: corto, directo, salpimentado de erudición, algo cínico por momentos, pero que describe muy bien las dinámicas y actores que configuran ese rico mosaico al que nos referimos comúnmente como Wall Street; con sus cosas buenas -el libro describe muy bien algunas de las funciones sociales de Mr. Market a la hora de alocar recursos-; y sus no tan buenas, como su tendencia al corto plazo, complejidad excesiva u opacidad de conflictos de interés (comadrejas varias, según la distinción que establece el autor). La páginas de von Wallwitz son muy accesibles, y permiten una solvente aproximación a cómo el funcionamiento de los mercados dependen del estado anímico de los inversores, el nivel de liquidez, o la visión corto placista de muchos operadores; fuerzas capaces de hacer que los precios se alejen (siempre más de lo que uno pueda imaginar) de los fundamentales de los activos que en teoría representan, generando oportunidades para todos aquellos inversores armados con principios sólidos (Ulises) y orientados a largo plazo (capaces de no dejarse llevar por cantos de sirenas). Buena lectura.